18 jun 2012

Scott Pilgrim vs. The World: cada uno de nosotros contra el mundo


(Hace un año escribí este ensayo para un libro, editado por la Cineteca Nacional, de escritores jóvenes escribiendo sobre sus películas favoritas. Me informan que el libro al fin se editó y por ello me permito compartir este texto.)

Las grandes películas se distinguen (como los grandes libros, como las grandes canciones) por ser más de lo que aparentan; por contener más de lo dicen contener. Algunas obras, incluso, tiene el atrevimiento de parecer que le hablan exclusivamente a uno. Scott Pilgrim vs. The World pertenece a esta última categoría.
            Mi relación con ella es especial desde nuestro primer encuentro. Llegué a esa película por casualidad. El azar intervino de forma prodigiosa: no fui parte de las hordas de fans del comic original que esperaban la película con ansias; tampoco acudí aquel fatídico 5 de noviembre del 2010 al cine (ni en las semanas siguientes) en que se estrenó la película en México, al mismo tiempo que la reedición de mi otra película favorita, Volver al futuro. Scott Pilgrim llegó a mí de un modo más simple pero especial: si de algo soy fanático es de dos cosas: los videojuegos y Radiohead. Fue suficiente que leyera en algún blog que la película “parecía” un videojuego y que la banda sonora estaba compuesta por Nigel Goodrich (eterno productor y prácticamente sexto miembro de Radiohead) para que tuviera que ver esa película de inmediato. Por desgracia algunas epifanías llegan tarde: eran las cuatro de la mañana cuando leí aquel blog y no me sentí dispuesto a asaltar el Blockbuster. Tuve que verla, muy a mi pesar, en la computadora y con un terrible doblaje al castellano.
            A pesar del sueño y de mi proverbialmente lenta conexión a Internet, fue una de las experiencias más conmovedoras que he tenido como cinéfilo. En la soledad de mi cuarto no me fue difícil suponer que ese largometraje lo habían hecho con el fin de yo lo viera esa madrugada. Desde que la película empezó con esa peculiar cortina de presentación de Universal (y fue peculiar porque, claro, semejaba un videojuego de 8 bits) hasta los créditos finales, supe que Scott Pilgrim estaba reafirmando muchas de las convicciones que tengo sobre el arte, como si de pronto me dijeran “puede que al fin de cuentas sí tengas razón en algunas cosas”; o mejor aún: “tal vez no tengas razón, pero este es tu camino”. Al igual que esa forma del amor que embellece a las personas y te hace apreciar hasta sus defectos, mi entusiasmo por Scott Pilgrim tal vez nuble mi juicio: qué puedo decir: estoy enamorado.
            Después de ver la película en Internet di un paso que pocos usuarios de Megavideo dan: compre la película apenas abrió la tienda más cercana. Lo que siguió fue obvio: volví a verla. Dos veces. Acaso hasta ese momento pude poner en orden los motivos por los cuales me había enamorado. Porque si algo sabía es que Scott Pilgrim contenía más de lo que decía contener. No era sólo una comedia romántica; la historia de Scott, un bajista de 22 años que se enamora de Ramona Flowers (una chica sumamente misteriosa y atractiva) y que debe luchar contra sus siete malvados ex-novios en un duelo a muerte. Tampoco se trataba de los Sex Bo-Bomb, la banda de Scott con la cual me identifiqué de inmediato en sus angustias propias de músico frustrado (porque soy un músico semi-frustrado). Ni siquiera se trataba del soundtrack que incluye a Frank Black (de los Pixies), Broken Social Scene, Beck y, claro, Nigel Goodrich. Menos aún se trataba simplemente de unos cuantos guiños a juegos clásicos de Nintendo como Zelda. O, más bien, se trata justamente de todo eso porque tengo la edad del protagonista, una banda de azotea y un gusto enfermizo por la música y por Zelda: se trataba de cómo esas obras artísticas (incluyendo las virtuales) han dirigido mi vida a niveles insospechados.
            Empezaría por el Nintendo. Scott Pilgrim sobresale por ser narrada como un videojuego, incluyendo las decisiones que debe tomar un usuario y la siempre emocionante pantalla que dice continue? Scott, por ejemplo, se enfrenta a cada ex de Ramona de la misma forma que en Street Fighter: hace combos, poderes especiales y, muerto el contrincante, gana unas monedas como premio. También le acompañan los sonidos incidentales como apoyo narrativo: en algún encuentro con Ramona (la chica de sus sueños, literalmente) suena la misma melodía que cuando Link, el personaje principal de Zelda, llega a un santuario. La película se apropia a tal grado del discurso narrativo de un juego que incluso, en un momento fundamental, recurre al epifánico aprendizaje que todo videojugador tiene después de morir en la pantalla del televisor: ahora sé que debo hacer para no morir de nuevo, para no equivocarme de nuevo: ahora tengo la respuesta. Scott encuentra la respuesta, sí, pero se lamenta por el momento en que llega la sabiduría: “sé qué debo hacer ahora y sería genial de no ser porque estoy muerto”. Acaso esa es la más envidiable característica de los juegos de video en comparación con la vida: en ellos siempre hay un botón que dice reset: siempre puedes empezar otra vez.
            Sin embargo lo deslumbrante no es que Scott Pilgrim se apropie de las formas narrativas de los videojuegos; lo deslumbrante es que los juegos de aventuras sacaron sus métodos de otro arte: la literatura: La forma clásica de un juego de aventuras es la de una épica. He ahí donde mi relación con Scott Pilgrim se volvió profunda: mi pasión por la música, los videojuegos, el cine y la literatura está marcada por una obsesión: guiarme por las cosas que tienen en común tan distintas expresiones, en vez de las diferencias. La estrecha relación entre la poesía y la música siempre ha sido una de mis convicciones o, más precisamente, uno de mis defectos. Scott Pilgrim me dio el empujoncito necesario para ver una conexión similar entre los videojuegos y la literatura. Parafraseando el apotegma borgiano de que “todo afecta todo” diría, guiado por mi entusiasmo, que “todo influye en todo”.
            El otro punto central es la música. Como dije, Scott es bajista. Dentro de la película pareciera que el rock es sólo el ruido de fondo, el nombre de un grupo en la playera, un pretexto para invitar a una chica a salir y un trabajo que, para cualquier padre sensato, no es un trabajo, al menos no un redituable. Pero el todo es más que la suma de las partes y si en algo me identifiqué con Scott y sus amigos fue en la terca devoción que profesan por la música: tanto para ellos como para mí el rock supera la categoría de gusto: es un estilo de vida. Es la razón por la cual Scott vive en un lugar que dista de ser bello y espacioso (de hecho, duerme en la misma cama que su roommate) y no fue a la universidad, porque un día, que no aparece en la película, decidió que no quería vivir de otra forma; y esa es la misma razón por la cual yo decidí escribir y estudiar literatura, porque un día descubrí que las letras de Radiohead eran poemas.
            El rock es el común denominador de los personajes de Scott Pilgrim: su vestimenta, las fiestas a las que acuden y su forma de relacionarse con los otros está dirigida por ese género musical que, como las grandes películas, es mucho más de lo que parece ser. Ahora bien, esto no elude sus defectos: en la película conviven las virtudes de la música con sus deformaciones; como por ejemplo la frivolidad de la industria musical, retratada en Gideon (el maléfico productor y ex de Ramona) y la estupidez de los “conocedores” que tienen la gracia que afirmar que “el primer disco de esa banda es mejor que el primer disco de esa misma banda”.
            Pero antes que el arte, las vestimentas y el Nintendo está el amor: ese sentimiento que mueve a uno a escribir poemas, hacer canciones, bañarse y vestirse adecuadamente y dejar de perder el tiempo con la más reciente edición de FIFA; ese sentimiento que lleva a Scott a pelear, ay, contra el mundo: porque su mundo es Ramona Flowers. ¿No pelearías contra el mundo por el mundo que te pertenece? ¿No seguirías esa historia de peleas y contrincantes por ese letrero que dice continue? al cual quieres responder que sí?
                No todos tenemos, por fortuna, que derrotar  en duelo a muerte a las parejas pasadas de cada nueva persona que conocemos. Sin embargo todos tenemos, desde Aquiles y el Quijote hasta Scott Pilgrim y el que esto escribe, que luchar por nuestras causas y necesidades todo el tiempo. Aunque no haya letreros que indican el inicio del round en curso contra el mal de nuestra existencia, esas batallas están ahí: son ineludibles. Cada uno debe luchar por su propia princesa Zelda o su onírica Ramona Flowers: las finanzas, las enfermedades, el hartazgo de la rutina son peleas que uno libra a diario. Si un muchacho flaco y desgarbado como Scott protagonizó una épica y no una comedia romántica, cada uno de nosotros también protagoniza una épica diaria y no importa si no estamos al tanto de nuestra historia: está ahí y alrededor de eso giran nuestra acciones. El porqué pelear a veces es lo de menos: al final Scott entiende que lo hace por él mismo y entonces pasa de ostentar “el poder del amor” a “el poder del auto-respeto”: en todo caso, cada batalla es por nosotros mismos. 
            En torno a esa conciencia de lucha gira mi aprecio por Scott Pilgrim: tengo 22 años, una guitarra, unos poemas y, como en la película, debo luchar por mi personal versión de Ramona Flowers (que puede no sólo tratarse de una chica, sino también de ideales, de finanzas y enfermedades y hasta de bañarse diario). No necesito un guión de película con un personaje que lleva mi nombre para saber que soy parte de una película, una épica, un videojuego, una canción, cuyo personaje principal lleva mi nombre. Eso entendí, además de teorías y convicciones artísticas, con Scott Pilgrim vs. The World porque así como las grandes obras contienen más de lo que dicen contener (y muchas veces contienen lo que está afuera: el mundo) las vidas simples, cursis, mundanas, son más que lo que dicen ser: son películas, poemas, videojuegos y canciones.
            

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