20 mar 2012

Lonely Boy

Ignoro si es una extraña virtud o sólo una mala costumbre, pero he notado que suelo contar mis anécdotas felices como si fueran dramas. Acaso porque escribo creyendo que sin conflicto no hay historia, narro en clave de tragedia los hechos especiales de mi vida, incluso si el final es alegre. Por el contrario, las historias tristes suelo contarlas con un tono, al menos, indiferente. Por ejemplo, hace poco me reclamaron, no sé si con razón, que un evento significativo de estos meses lo pinte como un drama, cuando ha sido justo todo lo contrario para mí. Así pues, este viaje podría narrarlo como un plan brutalmente fallido o como una peculiar hazaña.

Tengo un primo que se ha vuelto un personaje recurrente en este blog y que tiene la virtud (o poder pokemón, según se vea) de convocar a planes que ni él tiene muy claros. Rara vez sus proyecciones de lo que será el itinerario a seguir tienen correspondencia con la realidad. Sin embargo, considero admirable que su espíritu aventurero esté acompañado de estoicismo: cuando la caga (como cuando confiesa que desconoce dónde es la fiesta a la que invitó, por ejemplo), lo acepta y sigue. Por eso cuando me invitó a acampar en "algún lugar de Hidalgo" supe que sería un desastre, pero que al menos regresaría con algo qué contar. Por otro lado, nunca había conducido en carretera y me pareció el pretexto que me faltaba para tomar el coche y poner a los Black Keys a todo volumen mientras recorría un lugar desconocido. Era un plan que, más allá de la ejecución, sería un ganar/ganar: él tendría quien lo llevase hasta "algún lugar de Hidalgo", y yo tendría un pretexto para probar mi pericia tras el volante en un camino que no fuera el segundo piso del Periférico. 

Quedamos de salir el sábado y salimos hasta el domingo; como siempre, empezábamos con el pie izquierdo. De cualquier forma a las 7:30 a.m. salí de casa esperando no volver hasta la noche del día siguiente. Perdimos horas invaluables por falta de preparativos: entre que recogimos a nuestros desprevenidos acompañantes y compramos algunas cosas indispensables para acampar (como una casa de campaña, por ejemplo) nos habían dado las 12:00 y aún seguíamos en el D.F.  Pasamos el Eje 1 Norte a las 12:30 sobre Insurgentes y hasta entonces me supe en un viaje, o al menos en un sitio poco habitual para mí en la ciudad. Nada me duró el gusto: antes de llegar a Indios Verdes ya estábamos atascados en el tráfico más insolente que pueda imaginarse. "Es que adelante hay un semáforo", dijo mi primo para tranquilizarme. Años más tarde, llegamos a vuelta de rueda llegamos hasta Tlanepantla y aún no aparecía el dichoso semáforo que nos impedía salir a carretera. La emoción pronto se convirtió en hartazgo. Sin embargo, el camino nos ofreció una lección: en medio de un atasque legendario (que más tarde comprobamos fue producido por un mortal percance automovilístico) hallé una imagen inolvidable: indiferente al tránsito, un niño soplaba burbujas por la ventana de un auto, absorto en el brillo de las pompas de jabón. No dudé en tomarle una foto. Aquel niño me recordó una frase de Alfonso Reyes: "La paciencia es más fácil de lo que parece, una vez que se descubre su nombre secreto, sólo accesible a los iniciados: indiferencia." Reyes sin duda hubiera aprobado la actitud de ese niño fascinado con su rudimentaria pero envidiable diversión y que no se preocupaba por la inmovilidad de las ruedas.  En el coche copiamos la actitud zen de ese niño y nos pusimos a jugar una versión de emergencia de "basta", donde lo que más salió a relucir fue el buen dominio del español de nuestras amigas francesas y la poca imaginación de los mexicanos presentes. 

Poca importancia tendría el lazo sanguíneo que tengo con mi primo si no tuviéramos un fuerte lazo musical: apenas rebasamos los 70 km/h me sugirió poner El Camino de los Black Keys para sentir "el ambiente carretero"; les dará risa, pero me leyó la mente. En mi primer viaje en carretera iba cantando "oh, oh, oh, oh, I got a love that keeps me waiting". Más tarde paramos a comer a medio camino. Las dos francesas (y a veces nuestro amigo poblano) nos obligaban a reconocer en cada pequeña novedad un motivo para el asombro. Ver a alguien comer barbacoa por primera vez te impone la alegre tarea de apreciar lo que puedes comer cualquier día. Lo mismo sucedió cuando llegamos a Pachuca y paramos en un local de nieves de exóticos sabores (aunque sólo mi primo se emocionó por probar una nieve de betabel). Cuando llegamos a Pachuca paramos en el primer semáforo que veíamos en horas. "Mira, aquí está el semáforo que nos causó el tráfico, el que estaba adelantito", le dije a mi primo para evidenciar su blanca mentira. Aunque esta vez habíamos hecho nuestra tarea (y sabíamos llegar, en teoría, a Real del Monte) nos perdimos: cruzamos Pachuca buscando una ruta que ya nos sabíamos casi de memoria: "Felipe Ángeles, luego Luis Donaldo Colosio, luego el entronque con la carretera a Tamaulipas". La gente no ayudaba: "ahí luego luego" era la indicación más común. Debimos llegar a Real del Monte casi a las 17:00. 

En parte acepté la invitación de mi primo porque una página de Internet promocionaba a Real del Monte por su "fuerte influencia inglesa". Lo que vi fue, sí, un pueblo encantador, pero nada inglés además de los secos pastes; aunque tuve el buen augurio de probar un paste de manzana aceptable con los Beatles de fondo, me decepcioné. A pie recorrimos el pueblo y enfilamos hacia el Panteón Inglés cuando cayó una melancólica tormenta dispuesta a cambiar mi opinión: El viento y la lluvia fría me hizo reconsiderar la herencia inglesa del pueblo. Además, mientras buscábamos refugio ante el aguacero, no pude evitar cantar "There Is a Light That Never Goes Out" de los Smiths cuando vi un camión turístico que asemejaba  muy inocentemente un "double-decker bus". No pude visitar al instante el Panteón Inglés, pero el clima, el transporte y mi gran disposición me pusieron de un ánimo típicamente londinense: de haber tenido una guitarra, hubiera compuesto, sin duda, una gran canción de amor no correspondido. 

Empezaba a oscurecer, la lluvia no cedía y aún no sabíamos dónde dormiríamos. Sin embargo, preguntando se llega a "algún lugar de Hidalgo" apto para acampar. Peñas Cargadas fue la recomendación de un lugareño con amplia experiencia en eso de aconsejar a fuereños desorganizados. Eso sí, nos recomendó un gran sitio, pero no nos dio grandes señas para encontrarlo: Eran casi las 8 de la noche, estábamos en una carretera difícil, llovía, había una niebla que me puso muy nervioso y todas las indicaciones que teníamos en medio de la nada eran: "en el tope donde hay una virgen, a la derecha". Llegué a pensar que había atropellado a la susodicha virgen, porque pasamos muchos topes pero en la niebla no distinguía gran cosa. Encontramos más tarde la virgen y un camino que sugería encomendarse: terracería (considérese la lluvia imperante), nada alrededor sino árboles espectrales y ningún letrero que dijera "defeños acampen aquí". La niebla y la lluvia sólo le añadieron el toque necesario para sumergirnos en una película de terror. Sin embargo (recuerden mi viaje pasado al Ajusco) ahora sabía cómo actuar en una película de terror: hice el catálogo de clichés que estábamos cometiendo y la risa aminoró nuestra incertidumbre. Llegamos a un lugar que decía "Parque ecoturístico" pero que tenía más bien pinta de sitio apto para ritos satánicos. Transitábamos esa vía pedregosa cuando vimos una luz lejana que se convirtió en un guardabosques con una lámpara de mano. Nos dio indicaciones de dónde acampar en ese "parque" donde, supuse, lo más común eran los sacrificios humanos. Al pie de una peña encontramos un sitio seco y pusimos dos casa de acampar. No muy lejos, cruzando un arroyo, quedó el coche. Dejé a un lado mi miedo para afrontar algo más bochornoso: mi soledad: mi primo a esas alturas del viaje ya se había ligado a la francesa soltera: éramos cinco, había dos parejas y dos casas de campaña: claramente yo salía sobrando. Cenamos comida cruda (imposible hacer una fogata con ramas tan húmedas) y bebimos. Luego sucedió una anécdota aleccionadora; cedimos al protocolo y empezamos a contar historias de terror. Me sorprendió el ánimo de escuchar una historia que aliviara el aburrimiento: cuando la tecnología se va y no quedan más que palabras, las historias recuperan cierto brillo perdido. Pareciera que nos gusta escuchar historias lejos de la civilización más que por simple flojera: la naturalidad con que se dan los relatos sugiere que narramos para recordar que no pertenecemos a ese mundo y que en el nuestro todo es importante en la medida en que lo contamos a alguien más. Me pregunté si no había aceptado emprender ese viaje unicamente porque era seguro que tendría algo que escribir cuando volviera.

Todo estuvo bien hasta que las hormonas empezaron a flotar en el aire. Así las cosas, le comenté al grupo mi decisión: dormiría en el coche. Creo que mi plan enfrió sus ánimos pues propusieron que durmiéramos todos en la misma casa. Acepté, no sé porqué, y me preparé para pasar una noche horrible. Fumé mi último cigarro del día caminando a oscuras en medio del bosque. De haber tenido señal de celular habría enviado un tuit que dijera "En medio del bosque me llamo 'There, There' de Radiohead"; en especial por  dos frases: "broken braches trip me as I speak" y un resumen de mi vida amorosa reciente: "Just cause you feel it doesn't mean it's there". 

Pasé una noche horrible: Cualquier sonido, dentro o fuera de la casa, me parecía sospechoso: no quería presenciar actos de amor y menos aún quería que mis "narco antenas" vibraran, pues vi en Pachuca varias camionetas sospechosas. Para colmo mi compañera nocturna fue una roca que tenía incrustada en la espalda. La rodeé con el cuerpo y noté que parecía que la estaba abrazando:  "Bueno, diré que te llamabas Petra y eras frígida", le dije a la roca para sobrellevar mi condición de mal quinteto. A la una, alguien (o "álguienes", en plural) se acomodó ruidosamente dentro de la casa. A las 2 de la mañana unos perros peleaban a lado de la casa. A las 3 un perro se metió bajo la casa para cubrise de la lluvia y quedó bajo mis piernas, lo cual me obligó a dejarme acariciar la espalda por Petra. A las 4 sonó el terror: música norteña: temí. "Son ejidatarios", le dije a Petra para que no se espantara y su dura actitud frente a la situación me consoló. Los ejidatarios se fueron pero a las 5 sonó un coche arrancando: de inmediato salí a verificar que mi coche siguiera allí. Me acostumbré al tacto frío de Petra a las 6, cuando amanecía, y pude dormir plácidamente. 

A las 8, cuando desperté, mi primo me reclamó levantarme hasta esa hora, cuando él estaba despierto desde la 7. Lo más embarazoso fue salir de la casa: me dormí en un bosque de Transilvania (o de la  insegura provincia mexicana) para despertar en La Marquesa o Los Dinamos: ese lugar terrorífico de la noche anterior era el mismo donde ahora vendían quesadillas y rentaban caballos. "Pinche coyón", me dije y desayuné mixiote y café en uno de los puestos. Más tarde subimos a una de las peñas y escalamos 30 o 40 metros. Desde la punta de la peña el coche parecía un hot-wheel. Curiosamente, mi primo tardó horas en subir. Me sorprendió pues yo sabía que él se había inscrito en un grupo de escaladores y hacía poco había ido a escalar el Tláloc. Cuando llegó a la punta de la peña, donde llevábamos largo rato esperándolo, le pregunté qué pasó. "Es que tengo pánico a las alturas", me confesó  con la cara pálida y el pecho agitado. Ante mi cara de what?, aclaró: "Por eso me inscribí a las clases de escalar; para perder el miedo". Aunque no paré de reírme durante un buen rato, me causó una gran impresión la valentía de mi primo ante sus fobias.

Al igual que el bipolar parque Peñas Cargadas, la carretera de regreso a Real del Monte era una alegre vía  rural que nada tenía que ver con la niebla, la lluvia y el temor de haber atropellado a una virgen la noche anterior. Pero esta vez me felicité por haber sorteado ese camino difícil hacía unas horas mientras disfrutaba el paisaje, el calor y el The Bends. En Real del Monte acudimos al Panteón Inglés, por mucho el cementerio más impresionante que haya visitado y hablo con la seguridad de quien vive a 50 metros de uno. Ese panteón le dio sentido a todo el viaje. Apenas cruzamos la puerta que se parecía mucho a la del cementerio de The Watchmen, me sentí orillado a cantar "The Sound of Silence" como en la película. No hay comparación entre las elegantes tumbas inglesas y sus precisos epitafios, con las muy simples o muy recargadas tumbas mexicanas. Un epitafio, apenas legible, me cautivó: "Henry Richards tuvo que buscar bajo tierra para encontrar el cielo". Por un lado perteneció a alguien que bien pudo morir en una mina, pero los símbolos masones de la lápida sugerían otro sentido: para los masones la búsqueda más importante se realiza adentro de uno mismo. Me pregunté si algún día podría componer un epitafio tan certero como ése para mi propia lápida. La vida de aquel hombre cobró un especial interés para mí a partir de su exacto resumen. Nuevamente, el viaje me sugería que lo importante del mismo cobraría validez si lo contaba a alguien al regresar. 


A las 4:45 nos subimos al coche para emprender el regreso. A las 6:15 ya estábamos en el centro de la Ciudad de México. Dejamos a una de las chicas en la calle de San Jerónimo y me vi tentado a pasar a La Bota para saludar. No sé qué sentir al respecto, pero en la tarde del domingo me habían hablado por teléfono para afinar los detalles de una lectura de poesía y para preguntar porqué no había ido el viernes. Cuando te ausentas de la ciudad y sólo te marcan del bar que más frecuentas, te preguntas si has hecho lo correcto para que alguien te extrañe mientras no estás. Por supuesto, no pasé a saludar. Mi primer viaje carretera había sido un éxito singular así que "el ánimo carretero" que invocó mi primo me persiguió en el camino de vuelta. Al fin de cuentas, el viaje siempre debe terminar donde uno empieza. Siguiendo el modelo típico de la épica, uno debería volver siendo más sabio; lo único seguro es que el coche y yo volvimos más sucios, definitivamente. Llegué a casa escuchando lo mismo que al salir "Lonely Boy" de los Black Keys. Ese tema es peculiar por tener una letra ardida y un ritmo implacable: sirve por igual para acompañar el ruido de un motor que para despecharse alegremente y sin remedio. Claro está, hice ambas cosas al mismo tiempo. Lo dicho: ignoro si es una extraña virtud o una mala costumbre, pero todas mis historias parecen tener un doble sentido. Esta puede ser una feliz crónica o un relato quejumbroso. Me inclino por la primera opción pero me despido igualmente cantando: "I got a love that keeps me waiting/I'm a lonely boy".

















P.D. Este es el post más largo en la historia de este blog. Ofrezco disculpas por ello. Por otro lado, "oh, oh, oh"...

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