5 ene 2012

We are not asleep, we are on the streets

Paramos a medio camino hacia ninguna parte en la carretera al Ajusco y bajamos a un 7 Eleven. Casi las tres de la mañana del miércoles. Mientras me servía un café, y mi primo y un amigo compraban donas y agua y otros tres amigos esperaban en el coche, me pregunté cómo acepté embarcarme en semejante idea; o peor aún: cómo acepté poner mi coche para semejante idea. No supe qué responder. Culpé al clima por mi falta de juicio: Era una noche terriblemente fría; yo cargaba un suéter y dos sudaderas encima y seguía tiritando: más de una neurona se me debió haber hecho hielo.

Mi primo (el mismo que tuvo la gracia de confundir la calle de Nayarit con la de Yucatán en Año Nuevo) tiene la virtud de proponer excelentes planes que casi siempre son irrealizables. A penas la mañana del día anterior me había comentado que habría una lluvia de estrellas visible desde nuestro país. Me envió el link informativo rodeado de comentarios tan entusiastas que sentí que sería un pecado no revisar de menos esa proposición imposible. El requisito indispensable para contemplar esa lluvia de estrellas entre las 3 y las 5 de la mañana sería estar lejos de la civilización, ahí donde la luz artificial no llega. El lugar ideal nos pareció obvio: el Ajusco. Sin pensarlo dos veces (acaso ninguna) accedí a ir y le dije que pasaría por él a las dos de la mañana. Incluso para mí, que suelo vivir de noche, me pareció un exceso citarse a semejante hora. Pero ya era demasiado tarde.

Cobijas, chamarras extra, un disco que me dijera que estaba haciendo lo correcto: sólo eso necesité para embarcarme hacia la auténtica nada. En medio de los preparativos, no sólo no me arrepentí sino que me sentí contagiado por la emoción que mi primo profesa por todo plan que venga acompañado de múltiples contras e impedimentos. Sin duda mi memoria propició el contagio: Recordé que una vez de niño, junto con los amigos del condominio donde vivía, vi pasar un meteorito sobre nosotros que estábamos, en una clara noche de verano, a un lado de la alberca. Dudo si mi memoria embellece el hecho pues la imagen que conservo es demasiado nítida para ser una exageración: ese meteorito me pareció enorme; un gran tizón de flamas y estela azules, (en proporción) casi del tamaño de la luna. Lo vimos absortos durante más de un minuto. Se perdió en el horizonte dejándonos llenos de dudas y asombro. Corrí a decirle a mis padres. Ante mi reacción no dudaron en creerme. Mi padre incluso buscó algún reporte en la radio ese día y alguna mención en el periódico del día siguiente. No encontró nada. Pensamos en las consecuencias de un meteorito: un cráter a las afueras de la ciudad; pensamos que alguien lo encontraría. Pero nunca escuchamos ni un rumor al respecto. Desde esa noche me acostumbré a ver el cielo, bajo cualquier circunstancia, buscando un evento que igualara en magnitud el hallazgo de aquel meteorito espectral: Un ovni, un avión en llamas, otro asteroide, una lluvia de peces, lo que fuera: Me acostumbré a esperar lo inesperado. Por desgracia esa noche también aprendí que los eventos extraordinarios no siempre son noticia.

Llegué a casa de mi primo y descubrí que nadie me esperaba. Él bebía con unos amigos que sin duda no esperaban que yo llegara y menos con mis intenciones: llevarlos, sí, a la carretera, sí, a ver una lluvia de estrellas. "No creí que vinieras", dijo mi primo. Me sorprendió que él pensara que acepté su propuesta por seguirle la corriente, que diría que sí, que pasaría, para luego desentenderme y olvidarme del asunto. Ahora resultaba que yo tenía la culpa de ejecutar el plan que mi primo tuvo durante un lapsus de eufórica adolescencia. Pero ya estábamos en el coche, ya estábamos en Insurgentes, ya estábamos en Periférico, ya daba la vuelta para incorporarme a la carretera al Ajusco, ya corría por la carretera viendo cómo pasaba por los lugares conocidos, transitados, alejándome. Nos detuvimos a cargar gasolina por un sabio y previsor comentario de mi copiloto: "en las películas de terror todo empieza a fallar cuando se pierden y se quedan sin combustible". Su argumento me pareció irrefutable. El hombre que me atendió en la gasolinería estaba dormido cuando llegamos. "¿Qué nadie pasa por aquí, a esta hora, en esta dirección?", pensé. Pero el vacío de la calle y la somnolencia de aquel hombre eran contundentes. Una cuadra más adelante nos detuvimos en el 7 Eleven. Había pasado por ahí hacía pocos días; incluso ya sabía irme desde ese lugar hacia mi casa atravesando el cerro. Ese 7 Eleven marcaba el fin de mi ciudad, mi último punto conocido: al incorporarnos de nuevo al camino todo sería incertidumbre o, al menos, novedad. En la radio se oía una voz: "Let's go for a drive/See the town tonight/There's nothing to do but I'll unwind when I'm with you".

Pronto los carriles se disminuyeron y el paisaje se fue despoblando. Ingenuos, inexpertos, buscábamos algún letrero que indicara el camino hacia el mirador del Ajusco. Todas las señas que teníamos para llegar  a ese hipotético mirador nos las dio aquel chico que nos atendió en el 7 Eleven. Era como buscar la calle de Nayarit: llegaríamos, como siempre, de milagro. Pasamos una "Y", seguimos el camino de la derecha. Pronto todo fue árboles y oscuridad. Mi copiloto, siempre oportuno, dijo: "ahora sí parece película de terror". Todos asentimos con una risa nerviosa. Ascendimos muchos kilómetros entre topes cada vez más invisibles e inevitables en un recorrido que se antojaba tan largo como salir a la auténtica provincia, porque no sabíamos ciertamente a dónde íbamos. Cuando nos sentimos muy lejos de todo, y el hallazgo del "mirador" era cada vez más lejano, decidimos seguir sólo 5 kilómetros más. Recorrimos más de los acordados pero no le dije al resto de los tripulantes. Encontramos un claro, adyacente a la carretera, y decidimos parar ahí. 

Hasta que nos bajamos del coche, y sentimos un auténtico frío de la chingada, pensé en todas las cosas que podían salir mal y todos los peligros que entraña detenerse en medio de la nada. Un coche pasó de pronto por la carretera materializando mis preocupaciones. Se siguió derecho. Dudábamos, ya preparábamos nuestros reclamos hacia mi primo, platicábamos cualquier estupidez con tal de olvidar el frío y temíamos por los ruidos comunes del bosque que nos eran del todo ajenos. Vi hacia el cielo dudando: empecé a no esperar lo, ahora sí, esperado. Entonces a la altura del cinturón de Orión pasó una centella que todos vimos. Fue rápido y simple; distaba de ser un espectáculo, pero fue emocionante. Mis ojos se acostumbraron a la oscuridad revelando un cielo desconocido para la noche de la Ciudad de México: estrellado, sencillamente estrellado, verdaderamente estrellado. Ahí estaban las constelaciones que descifré con mis magros conocimientos de astronomía. Eran, como diría Velarde, "las cintilaciones del zodiaco/sobre la sombra de nuestras conciencias". Sí: el frío me ponía lírico.  

Por fortuna (bendita fortuna) vinieron muchas centellas más. Acaso no fue una lluvia pero sí hubo muchos disparos consecutivos en el cielo. Nos acostamos en el suelo, rodeados por las cobijas que nunca me habían parecido tan indispensables. Cada centella nos deparaba el mismo asombro, empezando porque ahora sí había salido todo bien. Debieron ser más de doce estrellas fugaces y con cada una sentí algo similar a lo que sentí con aquel meteorito que pasó por encima de mi casa hace muchos años. La diferencia es que esta lluvia de estrellas fue noticia antes de suceder: los eventos extraordinarios pueden ser previstos pero no por ello son menos impresionantes: contra todo pronóstico, el asombro puede ser programado. 

En mi radio mental sonaba: "We were too young/Now that night's closing in..." Porque la única explicación viable para entender cómo nos atrevimos a hacer algo que no es una salida común en la ciudad, pero tampoco un viaje a la provincia, es que nuestros actos obedecieron a una audacia casi adolescente. Fue una rebeldía mínima: nos fuimos de la ciudad, pero no muy lejos. ¿Para qué salir así, casi sin motivos, sin una meta definida, hacia la nada? ¿Para ver doce centellas, por demás escurridizas? Nuestra pequeña rebelión radica en que salimos seducidos por un evento casi romántico, que no necesitó de otra espuela que la juventud:casi siempre, ser joven es salir a dar la vuelta sin motivos. En especial porque para muchos doce centellas no es razón suficiente para salir a ninguna parte; en especial por ese infantil desafío que es estar en el campo mientras la ciudad, bien que mal, duerme. Es claro que si me pongo a pensar en todo esto es porque sé que un día dejaré de ser joven y por eso no me viene mal explicar mis acciones a partir de esa condición tan escurridiza y escasa como una centella.

Una densa neblina borró las estrellas y nos recordó que era invierno y que estábamos en el Ajusco: mala combinación. Eran las 4:45 de la mañana. Oímos el ulular de un búho y mi copiloto dijo: "cuando el tecolote canta significa que ya vámonos". Otra vez no pudimos refutar sus argumentos. Además debo aclarar: Somos jóvenes, pero no idiotas. Nos marchamos tiritando, con los pies seguramente azules, de ese lugar que pertenece al Distrito Federal pero no es la Ciudad de México: nos fuimos de un lugar llamado "la nada".

El camino de regreso siempre es más fácil y rápido que el de ida: se debe a que ahora sabes a dónde y por dónde vas. Pronto la ciudad me pareció ridiculamente cerca, como si toda esa mínima travesía hubiera sido todavía más pequeña. Sin embargo el evento aún nos parecía insólito: en la radio sonaba otra vez "Let's go for a drive/See the town tonight/There's nothing to do but I'll unwind when I'm with you" y una amiga no dudó en decir que esa canción era ideal para el momento: mis amigos habían salido esa noche con una lógica implacable. A medio camino hacia el valle encontramos el legendario mirador. Nos detuvimos y reconocimos que jamás hubiéramos podido ver las estrellas del cielo por culpa de las estrellas de la ciudad: reconocimos que en la ciudad, incluso, hay constelaciones: reconocimos que estábamos por regresar a la ciudad más grande del mundo. El gringo que iba con nosotros confirmó lo dicho: ni Los Ángeles le parecía tan imponente desde ese mirador. Nos fuimos porque de pronto volvimos a ser adultos: alguien dijo que entraba a la oficina a las 9, otro que atendería el café desde las 12: hasta la más pequeña rebelión tiene caducidad. Mientras veía la ciudad dormir allá abajo, tanto en mi radio mental como en la radio del coche sonaba: "We are not asleep: we are on the streets." Así era; antes de que todos despertaran, nosotros no estábamos durmiendo: estábamos en las calles: esa noche fuimos una centella/cruzando en mi coche/las constelaciones del valle.




P.D. Descubro alegremente que ésta es mi entrada número 100 en el blog en los casi 6 años que llevo con él: ya ven: el asombro es programable.

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